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Policías paramilitares chinos, en la plaza de Tiananmén
Fuente: EFE - El Confidencial, 19.03.20 |
Adiós globalización, empieza un
mundo nuevo. O por qué esta crisis es un punto de inflexión en la historia,
John Gray, Ideas, El País, 12.04.20
Las calles desiertas se volverán
a llenar y saldremos de nuestras madrigueras iluminados por la luz de las pantallas
parpadeando con alivio. Pero el mundo será diferente de como lo imaginábamos en
lo que pensábamos que eran tiempos normales. Esto no es una ruptura temporal de
un equilibrio que, de lo contrario, sería estable. La crisis por la que estamos
pasando es un punto de inflexión en la historia.
La era del apogeo de la
globalización ha llegado a su fin. Un sistema económico basado en la producción
a escala mundial y en largas cadenas de abastecimiento se está transformando en
otro menos interconectado, y un modo de vida impulsado por la movilidad
incesante tiembla y se detiene. Nuestra vida va a estar más limitada
físicamente y a ser más virtual que antes. Está naciendo un mundo más
fragmentado, que, en cierto modo, puede ser más resiliente.
El otrora formidable Estado
británico se está reinventando rápidamente y a una escala nunca vista. El
Gobierno, actuando con poderes de emergencia autorizados por el Parlamento, ha
tirado por la borda la ortodoxia económica. El Servicio Nacional de Salud,
maltratado por años de estúpida austeridad —al igual que las Fuerzas Armadas,
la policía, las prisiones, los bomberos, los cuidadores y los limpiadores—,
está contra las cuerdas, pero, gracias a la noble dedicación de sus
trabajadores, se mantendrá a raya el virus. Nuestro sistema político
sobrevivirá intacto. No habrá muchos países tan afortunados. Los Gobiernos de
todo el mundo se debaten en el estrecho callejón entre suprimir el virus y
aplastar la economía. Muchos tropezarán y caerán.
Que un país elimine la agricultura y dependa de otros se desechará como
el disparate que siempre fue
En la visión a la que se aferran
los intelectuales progresistas, el futuro es una versión más bonita del pasado
reciente. Sin duda, eso les ayuda a preservar cierta apariencia de cordura. Su
visión también socava el que en estos momentos es nuestro atributo más vital:
la capacidad de adaptarnos y crear modos de vida diferentes. La tarea que nos
espera consiste en construir economías y sociedades más duraderas y humanamente
habitables que las expuestas a la anarquía del mercado global.
A pesar de toda su palabrería
sobre la libertad y la elección, en la práctica el liberalismo era un
experimento de disolución de todas las fuentes tradicionales de cohesión social
y legitimidad política y su sustitución por la promesa de un aumento del nivel
material de vida. Ahora este experimento ha llegado a su fin. Para acabar con
el virus es imprescindible un cierre económico que solo puede ser temporal,
pero cuando la economía vuelva a arrancar, será en un mundo en el que los
Gobiernos actuarán para poner freno al mercado mundial.
Creer que la crisis se puede
resolver con un estallido de cooperación internacional es pensamiento mágico
La pregunta es qué va a sustituir
al aumento del nivel material de vida como fundamento de la sociedad. Una
respuesta ofrecida por los pensadores ecologistas es lo que
John Stuart Mill, en sus Principios de economía política(1848),
llamó “economía del Estado estacionario”. La producción y el consumo dejarían
de ser un objetivo prioritario y el número de seres humanos descendería. A
diferencia de la mayoría de los liberales actuales, Mill reconocía el peligro
de la superpoblación. Un mundo lleno de seres humanos, decía, carecería de
“parajes floridos” y de vida salvaje. El pensador también advirtió de los
peligros de la planificación centralizada. El Estado estacionario sería una
economía de mercado en la que se incentivaría la competencia. La innovación
tecnológica continuaría y junto a ella se mejoraría el arte de vivir.
En muchos sentidos, la idea es
atractiva, pero también irreal. No existe una autoridad mundial que imponga el
final del crecimiento, de la misma manera que no la hay para combatir el virus.
Al contrario de lo que dice
el mantra progresista que últimamente repite Gordon Brown, los
problemas mundiales no siempre tienen soluciones mundiales. Las divisiones geopolíticas
excluyen cualquier cosa que pueda guardar algún parecido con un Gobierno
mundial y, si existiese, los Estados actuales competirían por controlarlo. La
creencia de que la crisis se puede resolver con un estallido sin precedentes de
cooperación internacional es pensamiento mágico en su forma más pura.
Por supuesto, la expansión
económica no es sostenible indefinidamente. Para empezar, solo puede agravar el
cambio climático y convertir el planeta en un vertedero. Ahora bien, dada la
marcada desigualdad entre niveles de vida, el crecimiento demográfico y la
intensificación de las rivalidades geopolíticas, el crecimiento cero también es
insostenible. Si acabamos aceptando los límites del crecimiento, será porque
los Gobiernos hagan de la protección de sus ciudadanos su objetivo más
importante. Sean democráticos o autoritarios, los Estados que no pasen esta
prueba hobbesiana fracasarán.
Cambios geopolíticos
La pandemia ha acelerado de golpe
el cambio geopolítico.
La propagación descontrolada del virus en Irán, sumada al
desplome de los precios del petróleo, podría
desestabilizar su régimen teocrático. Con la caída de sus ingresos, Arabia
Saudí también está en peligro. Sin duda, no faltará quien se alegre de
despedirse de ambos. Sin embargo, no hay garantías de que un colapso en el
Golfo vaya a traer consigo algo que no sea un largo periodo de caos. A pesar de
los años que llevan hablando de diversificación, los regímenes de la zona
siguen siendo rehenes del petróleo, e incluso si los precios se recuperan algo,
el impacto económico del cierre mundial será devastador.
En cambio, el este de Asia
seguramente continuará avanzando. Hasta ahora, los países que han dado
una respuesta más eficaz a la epidemia han sido Taiwán, Corea del
Sur y Singapur. Cuesta pensar que sus tradiciones culturales,
que otorgan más importancia al bienestar colectivo que a la autonomía personal,
no hayan desempeñado un papel en sus buenos resultados. También han resistido
el culto al Estado mínimo. No será de extrañar que se adapten a la
desglobalización mejor que muchos países occidentales.
Si la Unión
Europea sobrevive, puede que se parezca al Sacro Imperio
Romano en sus años finales
La posición de China es más
compleja.
Dado su historial de encubrimientos y estadísticas opacas, es
difícil evaluar su actuación durante la pandemia. Desde luego, el
país no es un modelo que cualquier democracia pueda o deba emular. Como
demuestra el nuevo hospital Nightingale del Servicio Nacional de Salud, los
regímenes autoritarios no son los únicos capaces de construir hospitales en dos
semanas. Nadie sabe cuál ha sido el coste humano total del cierre chino. Aun
así, parece que el régimen de Xi Jinping se ha beneficiado de la pandemia; el
virus ha proporcionado una serie de argumentos para ampliar la vigilancia
estatal e implantar un control político todavía más estricto. En vez de
desaprovechar la crisis, el presidente se está sirviendo de ella para
incrementar la influencia de su país.
China se está introduciendo en el lugar que corresponde a la Unión
Europea con su ayuda a los Gobiernos nacionales en apuros, como
el de Italia. Muchas de las mascarillas y los equipos de pruebas que ha
suministrado han resultado defectuosos, pero no parece que esto haya hecho
mella en la campaña de propaganda de Pekín.
La respuesta de la Unión Europea a la crisis ha revelado sus debilidades
esenciales. Pocas ideas son tan menospreciadas por las mentes
superiores como la soberanía. En la práctica, esta significa la capacidad de
ejecutar un plan de emergencia completo, coordinado y flexible como los que han
aplicado el Reino Unido y otros países. Las medidas que ya se han adoptado
superan cualquiera de las tomadas durante
la II Guerra Mundial, y en
sus aspectos más importantes también son lo opuesto de lo que se hizo entonces,
cuando la población británica fue objeto de una movilización sin precedentes y
el paro descendió de manera espectacular. Actualmente, aparte de quienes
prestan servicios esenciales, los trabajadores británicos han sido
desmovilizados. Si la situación se prolonga muchos meses, el cierre exigirá una
socialización de la economía aún mayor.
Es dudoso que las agostadas
estructuras neoliberales de
la
Unión Europea sean capaces de llevar a cabo algo similar. Las
reglas hasta ahora sacrosantas han sido contravenidas por el programa de compra
de bonos por parte del Banco Central Europeo y la relajación de los límites de
las ayudas estatales a la industria.
Pero la resistencia de los países del norte de Europa, como Alemania y
Holanda, a compartir la carga fiscal puede impedir el rescate de
Italia, un país demasiado grande para ser aplastado como Grecia, pero
posiblemente también demasiado caro para ser salvado. Como
el primer ministro italiano, Giuseppe Conte, dijo en
marzo, “si Europa no está a la altura de este desafío sin precedentes, toda la
estructura europea pierde su razón de ser para la ciudadanía”. El presidente
serbio, Aleksandar Vucic, ha sido más directo y realista: “La solidaridad
europea no existe… Eso era un cuento de hadas. El único país que puede
ayudarnos en esta difícil situación es
la República Popular
de China. A los demás, gracias por nada”.
El principal defecto de
la Unión Europea es que
es incapaz de cumplir las funciones protectoras de un Estado. La descomposición
de la zona euro se ha predicho tantas veces que puede parecer impensable. Sin
embargo, con las tensiones a las que se enfrenta en la actualidad, la
desintegración de las instituciones europeas no es algo exagerado. La libre
circulación ya se ha suspendido. El reciente chantaje del presidente turco,
Erdogan,
amenazando a la UE con permitir que los emigrantes crucen las fronteras
de su país y el desenlace en la provincia siria de Idlib
podrían desembocar en la huida hacia Europa de centenares de miles, incluso
millones, de refugiados. (Es difícil imaginar qué puede significar el “distanciamiento
social” en los enormes campamentos de refugiados, abarrotados e insalubres). Otra
crisis de emigración sumada a la presión sobre un euro disfuncional podría
tener resultados nefastos.
Si la Unión Europea
sobrevive, puede que se parezca al Sacro Imperio Romano en sus años finales, un
fantasma que subsiste durante generaciones mientras el poder se ejerce en otro
lugar. Las decisiones perentorias ya las están tomando los Estados nacionales.
Dado que el centro político ha dejado de ser una fuerza de liderazgo, y con
gran parte de la izquierda aferrada al fallido proyecto europeo, muchos
Gobiernos estarán dominados por la extrema derecha.
Rusia ejercerá una influencia
creciente sobre
la
Unión Europea. En la batalla con los saudíes que actuó como detonante
del hundimiento del precio del petróleo en marzo de 2020, Putin llevaba la
mejor baza. Mientras que para los saudíes el umbral de rentabilidad fiscal —el
precio necesario para pagar los servicios públicos y mantener la solvencia del
Estado— es de unos 80 dólares por barril, para Rusia puede ser menos de la
mitad. Al mismo tiempo,
Putin está consolidando la posición de su país como potencia energética.
Los gasoductos submarinos Nord Stream que atraviesan el Báltico aseguran el
abastecimiento fiable de gas natural a Europa, al mismo tiempo que la hacen
dependiente de Rusia y permiten a esta utilizar la energía como arma política.
Al igual que China, Rusia ha entrado en escena para sustituir a la vacilante
Unión Europea enviando médicos y equipo a Italia.
En Estados Unidos, Donald Trump
claramente considera que reflotar la economía es más importante que contener el
virus. Una caída de
la Bolsa
similar a la de 1929 y unos niveles de paro peores que los de la década de 1930
supondrían una amenaza existencial a su presidencia. James Bullard, consejero
delegado del Banco de
la
Reserva Federal de San Luis, ha insinuado que
en Estados Unidos la tasa de desempleo podría alcanzar el 30%,superando
a la de
la Gran
Depresión. Por otra parte, teniendo en cuenta el sistema de
gobierno descentralizado del país, su sistema de salud desastrosamente caro,
las decenas de millones de personas sin seguro médico, una población
penitenciaria descomunal con gran número de ancianos y enfermos, y unas
ciudades en las que vive una cantidad considerable de personas sin hogar y que
ya sufren una extendida epidemia de opioides, restringir el cierre podría
suponer que el virus se propagase sin control con efectos devastadores. (Trump
no es el único que asume este riesgo. Hasta ahora,
Suecia no ha impuesto nada similar al confinamiento obligatorio de otros
países).
Tanto si Trump conserva su poder
como si no, la posición de Estados Unidos en el mundo ha cambiado de manera
irreversible. Lo que se está desmoronando a toda velocidad no es solo la
hiperglobalización de las últimas décadas, sino el orden mundial implantado
tras el final de la II
Guerra Mundial. El virus ha roto un equilibrio imaginario y
ha acelerado un proceso de desintegración en marcha desde hace años.
En su trascendental obra Plagas
y pueblos (Siglo XXI, 2016), el historiador de Chicago William H. McNeill
afirmaba: “Siempre es posible que algún organismo parásito hasta entonces
desconocido escape de su habitual nicho ecológico y exponga a las densas
poblaciones humanas que han llegado a ser una característica tan llamativa de la Tierra a alguna nueva y tal
vez devastadora mortalidad”.
Todavía no sabemos cómo escapó el
coronavirus de su nicho, aunque existe la sospecha de que los mercados de Wuhan
en los que se venden animales salvajes, hayan tenido algo que ver. En 1976, año
original de publicación del libro de McNeill, la destrucción de los hábitats de
las especies exóticas no había alcanzado ni mucho menos las dimensiones de hoy
en día. A medida que la globalización ha ido avanzando, también ha crecido el
riesgo de propagación de enfermedades infecciosas.
La [denominada] gripe española de 1918-1920 se convirtió en una pandemia
global en un mundo sin transporte aéreo de masas. En un
comentario sobre la visión que los historiadores tienen de las plagas, McNeill
señala: “Desde su punto de vista, al igual que desde el de otros, los
ocasionales brotes catastróficos de enfermedades infecciosas seguían siendo
interrupciones repentinas e impredecibles de la norma que, en esencia,
escapaban a cualquier explicación histórica”. Muchos estudios posteriores han
llegado a conclusiones similares.
Sin embargo, persiste la idea de
que las pandemias son incidentes pasajeros más que una parte integral de la
historia. Detrás de ella está la creencia de que los seres humanos ya no
formamos parte del mundo natural y podemos crear un ecosistema autónomo,
separado del resto de la biosfera.
La Covid-19 nos dice que no es así. Solo podremos
defendernos de esta peste sirviéndonos de la ciencia;
los análisis masivos de anticuerpos y la vacuna serán decisivos,pero,
si en el futuro queremos ser menos vulnerables, tendremos que hacer cambios
permanentes en nuestro modo de vida.
La textura de la vida cotidiana ya ha cambiado. En todas partes existe
un sentimiento de fragilidad
La textura de la vida cotidiana
ya ha cambiado. En todas partes existe un sentimiento de fragilidad. Además, la
sensación de inestabilidad no afecta solo a la sociedad; lo mismo sucede con la
posición de los seres humanos en el mundo. Imágenes virales muestran la
ausencia humana de distintas maneras. Los jabalíes se pasean por las ciudades
del norte de Italia, mientras que en la ciudad tailandesa de Lopburi manadas
de monos a los que los turistas ya no dan de comer se pelean en las calles. La
belleza no humana y una feroz lucha por la vida han brotado rápidamente en las
urbes vaciadas por el virus.
Como han señalado diversos
expertos, un futuro posapocalíptico como el proyectado en
las obras de ficción de J. G. Ballard se ha
convertido en nuestra realidad presente. Pero es importante entender lo que
este “apocalipsis” revela. Ballard veía a las sociedades humanas como decorados
de un escenario que se pueden derribar en cualquier momento. Las normas que se
creían parte de la naturaleza del ser humano desaparecían al abandonar el
teatro. Las experiencias más terribles del autor durante su infancia en el
Shanghái de la década de 1940 no fueron las que vivió en el campamento de
prisioneros de guerra, donde muchos de los reclusos conservaban la entereza y
trataban a los demás amablemente. Ballard era un chico ingenioso y audaz y
disfrutó gran parte del tiempo que pasó allí. Él mismo me contó que fue cuando
la guerra se acercaba a su fin y el campamento se desmanteló cuando fue testigo
de los peores ejemplos de egoísmo despiadado y crueldad gratuita.
La lección que aprendió fue que
todo aquello no era el fin del mundo. Lo que se suele calificar de apocalipsis
es el curso normal de la historia. Muchos salen de él con traumas duraderos,
pero el animal humano es demasiado fuerte y versátil para que esos trastornos
lo quiebren. La vida sigue, aunque diferente de como era antes. Quienes
describen el momento actual como ballardiano no se han fijado en cómo se
adaptan los seres humanos a las situaciones extremas que él narra, e incluso se
realizan como personas en ellas.
La tecnología nos ayudará a
adaptarnos en nuestras presentes condiciones extremas. La movilidad física se
puede reducir trasladando muchas de nuestras actividades al ciberespacio. Es
posible que las oficinas, los colegios, las universidades, las consultas médicas
y otros centros de trabajo cambien para siempre. Las comunidades virtuales
organizadas durante la epidemia han hecho posible que la gente llegue a
conocerse mejor que nunca.
Cuando la pandemia remita habrá
celebraciones, pero puede que no se distinga con claridad en qué momento ha
desaparecido el riesgo de contagio. Es posible que mucha gente migre a entornos
en
la Red, como
en
Second Life, un mundo virtual en el que las personas se
conocen, comercian e interactúan en el cuerpo y el mundo que ellas eligen.
Puede que haya otras adaptaciones incómodas para los moralistas: es probable
que la pornografía vía Internet experimente un auge, y muchas de las citas en
la Red consistirán en relaciones
eróticas en las que los cuerpos nunca lleguen a entrar en contacto. La
tecnología de la realidad aumentada tal vez se utilice para simular encuentros
físicos y el sexo virtual podría normalizarse pronto. Preguntarse si todo esto
será un paso hacia una buena vida tal vez no sea lo más útil. El ciberespacio
depende de unas infraestructuras que pueden resultar dañadas o destruidas por
una guerra o una catástrofe natural. Internet nos sirve para evitar el
aislamiento que acompañó a las epidemias en el pasado, pero no permite que los
seres humanos escapemos de nuestra carne mortal ni que esquivemos las ironías
del progreso.
El progreso es reversible
El virus nos enseña no solo que
el progreso es reversible —un hecho que parece que hasta los progresistas han
entendido—, sino que puede socavar sus propias bases. Por citar el ejemplo más
obvio, la globalización ha traído consigo grandes avances; gracias a ella,
millones de personas han salido de la pobreza. Ahora este logro está en
peligro. La desglobalización en marcha es hija de la globalización.
Al mismo tiempo que se desvanece
la perspectiva de un nivel de vida que aumente sin cesar, vuelven a emerger
otras fuentes de autoridad y legitimidad. Ya sea liberal o socialista, el pensamiento
progresista detesta la identidad nacional con apasionada intensidad. La
historia está llena de episodios que muestran cómo se puede hacer mal uso de
ella. No obstante, el Estado nacional se está reafirmando como la fuerza más
poderosa para conducir la acción a gran escala. Enfrentarse al virus exige un
esfuerzo colectivo que no se movilizará por el bien de la humanidad.
¿Qué parte de su libertad querrá la gente que se le devuelva pasado el
pico de la pandemia?
Al igual que el crecimiento, el
altruismo también tiene límites. Veremos muestras de extraordinaria abnegación
antes de que pase lo peor de la crisis. En el Reino Unido, un ejército de ANI.
Con todo, sería una imprudencia depender exclusivamente de la compasión humana
para superar la situación. La bondad con extraños es tan valiosa que hay que
racionarla.
Aquí es donde entra en juego el
Estado protector. En esencia, el Estado británico siempre ha sido hobbesiano.
La paz y un Gobierno fuerte han sido sus prioridades fundamentales. Al mismo
tiempo, este Estado hobbesiano ha descansado sobre el consentimiento, sobre
todo en épocas de emergencia nacional. La protección contra el peligro se ha
impuesto a la libertad frente a las injerencias del Gobierno.
Qué parte de su libertad querrá
la gente que se le devuelva pasado el pico de la pandemia es un interrogante
aún sin respuesta. No parece que la solidaridad obligatoria del socialismo sea
muy de su gusto, pero tal vez acepte de buen grado un régimen de biovigilancia
en aras de una mejor protección de su salud. Para salir del agujero vamos a
necesitar más intervención estatal, no menos, y además muy creativa. Los
Gobiernos tendrán que incrementar considerablemente su respaldo a la
investigación científica y a la innovación tecnológica. Aunque es posible que
el tamaño del Estado no aumente en todos los casos, su influencia será
omnipresente y, de acuerdo con los criterios del viejo mundo, más intrusiva. El
gobierno posliberal será la norma en el futuro próximo.
Solo si reconocemos las
debilidades de las sociedades liberales podremos preservar sus valores más
esenciales. Entre ellos figura, junto con la legitimidad, la libertad
individual, que, además de ser valiosa en sí misma, constituye un control
necesario al Gobierno. Sin embargo, quienes creen que la autonomía personal es
la necesidad humana más profunda revelan su ignorancia en psicología, empezando
por la suya propia. Prácticamente para cualquiera, la seguridad y la
pertenencia son igual de importantes, y a veces más. El liberalismo, en efecto,
ha sido una negación sistemática de este hecho.
Una ventaja de la cuarentena es
que se puede utilizar para renovar las ideas. Hacer limpieza mental y pensar
cómo vivir en un mundo alterado es la tarea que nos corresponde ahora. Para
quienes no estamos sirviendo en primera línea, esto debería bastarnos mientras
dure el confinamiento.
John Gray (South Shields, Reino Unido, 1948), filósofo político,
es catedrático emérito de Pensamiento Europeo en la London School of
Economics. Su último ensayo publicado es ‘Siete tipos de ateísmo’ (2019,
editorial Sexto Piso). Traducción de News Clips. Este artículo apareció en la
edición especial de primavera de ‘New Statesman’.