Vacaciones de verano (Summer Holiday), Rouben Mamoulian, 1948 |
miércoles, 21 de junio de 2023
domingo, 18 de junio de 2023
El músico de la semana 70
Krystian Zimerman (Zabrze, Polonia, 5.12.1956) en 1975, fuente: Google Arts & Culture |
sábado, 17 de junio de 2023
Fotogramas 178
Surcos, José Antonio Nieves Conde, 1951 |
viernes, 16 de junio de 2023
Obituarios 58
Mari Carmen y sus muñecos (Horcajo de Santiago, 4.05.1943 - Puerto de la Cruz, 15.06.2023) con el pato Nícol, fuente: El País |
Música popular 172
Voces Amigas (f. 1967), fuente: Todocolección |
jueves, 15 de junio de 2023
Teatros 3 - Mondo brutto 23
Palacio de la Ópera y parque de Santa Margarita, La Coruña, foto: Herconn (Flickr), 7.04.2012 |
martes, 13 de junio de 2023
Onomástica
Francisco Ribalta, San Antonio de Padua Museo del Colegio de Corpus Christi, Valencia Foto: Antonio Erena, 16.11.22 |
El día del
Corpus, el de San Antonio y el de San Juan configuraban el comienzo sacramental
y campesino del verano. San Antonio es uno de esos santos populares de la
tradición medieval que hacían todo tipo de milagros prácticos. En Lisboa san
Antonio se encarga de aproximar a la ciudad los grandes bancos de sardinas, que
son el alimento barato y delicioso de los barrios pobres en los que se celebra
tan festivamente su procesión, con farolillos y banderolas en las calles
estrechas de Alfama y la Mouraria. San Antonio era un santo adecuado para mí
porque también era hijo de hortelano. Uno de sus milagros consistió en predicar
a los pájaros, a la manera de San Francisco de Asís, para persuadirlos de que
no picotearan los frutales ni se comieran las semillas que su padre acababa de
sembrar. El verano empezaba con San Antonio y San Juan y la siega de los
cereales y terminaba con San Miguel y San Francisco de Asís y la vendimia. Los
trabajos y las cosechas eran más variados porque aún no se había impuesto el
monocultivo del olivar, que iba a convertir todo aquel oleaje de colinas en un
desierto cuadriculado de olivos idénticos. Como el repertorio de nombres
propios era muy limitado, el día del santo lo compartía mucha gente. Todos nos
llamábamos más o menos igual, en masculino o femenino. Nos llamábamos Francisco,
Manuel, Carmen, Pedro, Juan, Asunción, Miguel, Andrés, Antonio, Paula, Teresa.
Una vez llegó a mi escuela un niño forastero que se llamaba Hipólito y yo
imaginé que sería rico. (…) Como en cada familia se repetían mucho los nombres,
el día del santo era una celebración colectiva, aunque casi siempre muy
modesta. Un vecino nuestro que había acumulado muchos olivares y se llamaba
Bartolomé celebraba el día de su santo contratando camareros que servían mesas largas
cubiertas con manteles y hasta una orquestina de baile. Por esa razón yo sé que
el día de San Bartolomé es el 24 de agosto.
Antonio Muñoz Molina, Volver a dónde, Seix Barral, Colección
Booket, 2023, pp. 52-54.
domingo, 11 de junio de 2023
El músico de la semana 69
Colin Davis (25.09.1927, Weybridge, Surrey - Londres, 14.04.2013), fuente: The Sunday Times |
sábado, 10 de junio de 2023
Fotogramas 177
La gran comilona (La grande bouffe), Marco Ferreri, 1973 |
viernes, 9 de junio de 2023
Música popular 171
miércoles, 7 de junio de 2023
Pantallas 1
martes, 6 de junio de 2023
Triples 29
lunes, 5 de junio de 2023
domingo, 4 de junio de 2023
El músico de la semana 68
Anne-Sophie Mutter (Rheinfelden, Baden-Wurtemberg, 29.06.1963), foto: Harald Hoffmann |
sábado, 3 de junio de 2023
Fotogramas 176
Pasaje a la India (A Passage to India), David Lean, 1984 |
viernes, 2 de junio de 2023
jueves, 1 de junio de 2023
Establecimientos 22
Bar Antonio, calle San Dimas, Madrid, foto: Antonio Erena, 22.06.22 |
Casa Camacho, calle San Andrés, Madrid, foto: Antonio Erena, 7.12.19 |
Cuando encadenas varios días fuera de casa, en esa vida seminómada que
algunos llevamos por trabajo, hay noches en que te apetece huir de la
desolación del servicio de habitaciones del hotel, pero tampoco tienes ánimo de
restaurante. El cuerpo te pide un plato casero, un bocadillo clásico, algo
parecido a lo que cenarías en casa. Buscas entonces un bar, una tasca, un
tugurio, un sitio como el que había en la esquina de tu calle hace 20 años:
barra de estaño, bote, hoy no se fía, hay chorizo de mi pueblo, banderín del
equipo de fútbol del que son forofos los dueños y, si el ambiente era taurino,
un cartel desteñido de la Feria de San Isidro de 1932. Si uno no se encuentra
en la periferia de una gran ciudad o en los bordes de un polígono industrial,
buscará en vano un escenario parecido. Todo lo que le ofrecerá el paseo serán
marcas de franquicia, hamburgueserías de iluminación tenue, nombres en inglés o
en italiano y un abuso de gourmet y gastro como afijos (gastrotaberna, gastrobar, gastroteca…).
No pretendo hacer la competencia desleal a los compañeros de la sección Gastro. Tampoco me voy a arrancar
por nostalgias: no esperen de mí una elegía al bar español de
siempre. Si hablo de ellos es porque su desaparición y sustitución por esa
marabunta de franquicias diseñadas en estudios internacionales es la nota
dominante del cambio de paisaje que se ha dado en los centros de las grandes
ciudades españolas. Aquellos sitios normales, cuyo negocio consistía en ofrecer
algo casero y barato a una clientela que pedía un vino sin distinguir
denominaciones de origen, se han vuelto tan exóticos que en algunos barrios de
moda incluso los recrean: ya hay cadenas de falsas
tascas-madrileñas-de-toda-la-vida que exaltan un casticismo tan ramplón que no
convence ni al camarero que interpretaba Mario Vaquerizo en aquel vídeo de promoción turística de Madrid.
En esas noches tristes en las que no me resigno al servicio de habitaciones
no añoro el bar de siempre ni las fritangas de nuestras abuelas, sino la vida
sin pose: un espacio y un tiempo sin liturgias, donde no se exija nada de nadie
y las cosas no tengan la menor importancia porque se sienten coyunturales y
utilitarias. Eso que hacemos sin pensar ni fijarnos demasiado.
Ya no quedan sitios así. Todos ofrecen experiencias, atosigan a los
clientes con encuestas y saturan las frases con adjetivos y jerga de relaciones
públicas. Subir a un taxi para ir del punto A al B se ha convertido también en
un momento significativo que tanto el viajero como el taxista evalúan (es
decir, están obligados a meditar sobre el trayecto). Coger un tren, echar
gasolina, comprar un libro en una librería refinada o enchufarse una lista de
canciones en streaming requieren una gran autoconciencia y
reflexión. Hasta los controles de aeropuerto terminan con una encuesta de satisfacción: ¿hemos sido
simpáticos al obligarlo a descalzarse? Evalúe del uno al cinco el grado de humillación
que ha sentido en el cacheo. Estamos comprometidos con la calidad: la próxima
vez lo humillaremos mejor.
Esta sublimación de la experiencia ha ido de la mano de una tendencia a
ennoblecer lo cutre. Si toda experiencia es significativa, cualquier cosa es
susceptible de nobleza. De nuevo, es el culinario el ámbito donde más se
aprecia, aunque sucede en cualquier compraventa: las 10 mejores hamburguesas o
pinchos de tortilla, pizzas, patatas bravas, falafeles… Cualquier cosa sencilla
y popular, de las que hay a cientos en todos los barrios, se presenta como
exclusiva. Antiguamente, en Estados Unidos, la etiqueta “best pizza in town”
era un reclamo para gañanes y zampabollos acostumbrados a comer con los dedos.
Hoy acude a su llamada gente con ánimo respetable y pide, junto a la
hamburguesa de nombre más bombástico posible, premiada en el Festival de Cannes
de las hamburguesas, la carta de vinos. Se ha producido así una democratización
del esnobismo, en la que se espera que nos comportemos en la pizzería como el
barón de Charlus en el salón de la duquesa de Guermantes.
En esta operación, lo cutre ha desaparecido del paisaje. Hablo de lo cutre
como categoría, no necesariamente despectiva. Lo cutre no solo como una
expresión bastarda del gusto popular, sino como una resignación orgullosa, si
es que puede haber orgullo en tirar la toalla. Lo cutre como oposición a las
convenciones de la etiqueta y como parte del desenfado de vivir.
Lo cutre solo existe, como tantas otras cosas de ayer mismo, como simulación
y autoparodia. Sigue vigente, pero en las periferias, allí donde lo iban a
buscar las cámaras del programa Callejeros para ofrecérselo a
una audiencia que lo percibía como exótico. Este fenómeno ha llamado la
atención a algunos ensayistas españoles.
Alberto Olmos, en Vidas baratas: elogio de lo cutre, reflexiona
sobre el desprecio que sigue inspirando la cochambre de la que está hecha buena
parte del país, desprecio expresado en su recreación posmoderna en el centro de
las ciudades. El filósofo Jorge Freire, en Agitación y Hazte
quien eres, destaca el agotamiento hiperactivo de la pose, que satura la
vida de experiencias significativas para ahogar cualquier conato de la
serenidad que propicie el autoconocimiento y el goce de la vida tal y como se
presenta. En clave más generacional milenial, Héctor García Barnés habla
en Futurofobia del lujo asequible y falsario que domina el
espacio público privatizado, que oculta la desigualdad y consuela de la
pobreza. Todos meditan sobre la impostura, el ridículo y la banalidad de un
mundo incapaz de mirarse en un espejo y cada vez más adicto a la más adictiva
de las drogas: el autoengaño.
No siempre fue así. Lo cutre como aquel reducto de libertad que buscaban
los esnobs cuando querían atalayar al pueblo auténtico lo retrató
magistralmente el comiquero Ivà en una tira de Makinavaja de El Jueves (la cito de memoria):
un señor calvo parecido a Vázquez Montalbán entra en el bar del
Pirata acompañado de dos señoronas vestidas con pieles. Las señoronas sienten
asco y miedo, pero el cicerone las tranquiliza: están en una tasca de la vieja
Barcelona, ante el pueblo bueno y eterno que conserva los sabores que la
burguesía ha destruido. Acodados en la barra, Maki y Popeye se preguntan
quiénes son esos tipos tan estirados, y alguien les aclara que es un escritor
“mu famoso que está haciendo un programa pa la televisión utonómica”.
Hoy la escena sería imposible: el bar del Pirata es el Gastropirata, y las
señoronas disfrutarían de una carta de cócteles inspirada en la delincuencia
del viejo Barrio Chino de Barcelona, en un ejercicio exquisito de ironía
posmoderna que sería comentado con cinco estrellas en la sección culinaria del
diario local.
Y, mientras tanto, no hay forma de comerse unas lentejas sin adjetivos en
el centro de Madrid.
Sergio del
Molino, «La desaparición de lo cutre: cuando las franquicias
de diseño se comen a las tascas», El País, 27.05.23
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