martes, 30 de abril de 2024

Casas 20

Fachada interior de can Esclòp (casa Esclopea), Es Bòrdes (Las Bordas), Valle de Arán, foto: Antonio Erena, c. 1990
     Más allá de la Artigueta y su cienaguilla, y dejando a mano derecha el sendero del bosque de Bericaube, que devuelve al caminante a Viella, el viajero, sin pasar el puente de Tourreles, toma por el arriate que va por la cuesta abajo de estribor del río y se llega, a la hora de almorzar y, ¡ay!, también al tiempo que lo deja sin almorzar— a Les Bordes. El río Jueu nace en el pedregal que nombran Güells del Jueu, al pie de la cresta de Pumero; las aguas vienen, perdidas y bajo tierra como topos, desde el Forat d’Aigualluts, en la vertiente de la Maladeta. Esto de la hidrografía es ciencia hermética y medio mágica, que no siempre se descifra con facilidad. La artiga de Lin, o vallonada del Jueu, es quizás la más exuberante y frondosa de todas las artigas aranesas; también la que guarda mayor misterio y poesía. La artiga de Lin se hunde hasta el lago Pumero y el pico de la Forcanada; al sur —y por encima de todos los demás— se recorta la silueta de los montes Malditos, a cuya primer ladera puede pasarse por el senderillo de cabras del coll de los Araneses.
     Les Bordes, a la izquierda del Garona y sobre su repecho, es un pueblo moribundo que ha perdido hasta la memoria de su pasado y aún no tan lejano bienestar pastoril. Hay pueblos que parecen enfermos crónicos, caseríos que semejan fantasmas, y aldeas (y hasta ciudades) que fingen el doloroso gesto del pájaro herido que no puede volar. Les Bordes es paraje que se quemó demasiado deprisa, lugar que envejeció ganándole por la mano el tiempo. Al viajero, Les Bordes se le antoja un pueblo deshabitado o habitado por muertos (tampoco muy históricos ni famosos). Por aquí anduvieron las políticas piedras del Castell-Lleó, el baluarte del legal señor de horca y cuchillo; de él no quedan sino dos lápidas: una gótica, sepulcral y confusa, al lado de la iglesia; y la otra, conmemorativa de algo y no demasiado antigua (del XVI), que luce su orfandad en la ventana de una casa. Les Bordes no fue, en su origen, sino el escenario de las bordas en las que guardaban el ganado los vecinos de Benós y de Begós, al otro lado del Garona. Al viajero se le ocurre que llamar, pomposamente, Les Bordes de Castell-Lleó a estas parideras queda un poco excesivo y rimbombante.
     Al viajero y a su amigo Llir [1], en Les Bordes, les costó Dios y ayuda convencerse de que no habrían de encontrar nada, ni caliente ni frío, para comer. Después de patearse el pueblo, sin suerte y de un lado al otro, en busca de una fonda o de algo que se le pareciese, el viajero con la gazuza cantándole polkas en la panza, se dio de manos a bruces con dos gitanas jovencitas vendedoras de toallas y de cortes de traje, más garridas y bien plantadas que misericordiosas, y con más ganas de cachondeo de la que los hambrientos suelen aguantar.

Camilo José Cela, «Mont-Corbizón y, al final, la raya de Francia» (fragmento), en Viaje al Pirineo de Lérida, 1965, incluido en Judíos, moros y cristianos y otros escritos de viaje, ed. DeBolsillo, 2021.

[1] El perro que acompaña al viajero (nota del autor del blog).

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