Una ballena minke (rorcual aliblanco, Balaenoptera acutorostrata) capturada en Japón el 1 de julio pasado Foto: Kazuhiro Nogi (The New York Times, 3.07.19) |
Llamadme Ismael. Hace unos años
—no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el
bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a
navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que
tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me
sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo
y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas
de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo
que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con
toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes,
entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como
pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón
se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada
sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o en
otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano.
Herman Melville (1.08.1819 – 28.09.1891), Moby Dick o la ballena (Moby-Dick;
or the whale), I.- Espejismos (fragmento), trad. José María Valverde
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