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Cena romántica, foto: Antonio Erena, 28.04.25 |
Sopla el viento y los gatos pasan la tarde apostados en las ventanas. Quiero que llueva y haya guíscanos, aunque luego no los encuentre: disponer de un motivo para salir a la montaña cuando me falte la voluntad. También quiero que se achiquen los días: una preferencia que me persigue desde pequeño y que creí que me abandonaría cuando vine a vivir a la sierra. Lo que no quiero son sobresaltos: si justo en este momento Aladino me dijera "pide un deseo", elegiría un invierno tranquilo, que me permitiera franquearlo a la par de la lumbre, sin más quehacer que estar al cuidado de la panocha. En realidad, si lo pienso y dejo asomar al dictador que todos llevamos dentro, me decantaría por un apagón generalizado, que nos obligara a interactuar con los que tenemos cerca; devolverle al boca a boca la propiedad y el tiempo que ahora les prestamos a cualquier majadero o majadera que se sitúa a cientos de kilómetros de nosotros. Porque es cierto que, en la actualidad, las vías de comunicación artificial —sin besos, abrazos y demás milagros carnales— rozan el infinito y nos valen a veces para hacer amigos en Katmandú, Madagascar o en el cabo de Buena Esperanza, pero también lo es que en otras ocasiones nos reportan interlocutores con los que jamás compartiríamos una cerveza en un bar, y que resuelven una red social en una estúpida telaraña.
Andrés Ortiz Tafur, "Telaraña social", en De los últimos deseos, Sílex, 2021, p. 113.
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