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| Una multitud se dirige por Gran Vía hacia Cibeles para ver el encendido de las luces navideñas, Madrid, foto: Antonio Erena, 22.11.25 |
María de Orube no puede salir de su casa porque el
propietario del edificio ha quitado la rampa que le permitía a ella superar con su silla de ruedas el obstáculo de los escalones del portal.
Tampoco puede descansar muchas veces, por el ruido constante de las obras de
reforma en los pisos contiguos, y porque la sobresaltan con frecuencia las
llamadas y mensajes de los propietarios impacientes por que se marche de esta
casa que ha sido la suya desde que era niña, porque el edificio entero lo hizo
construir su abuelo en 1928, aunque ella tiene un contrato de alquiler. Es uno
de esos edificios nobles del último tramo de la Gran Vía, los que se abren a la
bella perspectiva de la plaza de España y de la única periferia no horrenda de
Madrid, la que da al Campo del Moro y a la Casa de Campo, y termina en el
horizonte azulado del Guadarrama, en el que parece que quedó impresa para
siempre la mirada de Velázquez.
En la plaza de España y en los alrededores del Palacio
de Oriente se terminó hace pocos años una reforma paisajista de extraordinaria sensibilidad, poblando de
plantas autóctonas y de paseos propicios a las caminatas lo que había sido uno
de los espantos usuales del urbanismo español, las rampas y avenidas como
autopistas que fragmentaban ese espacio de la ciudad y lo hacían invivible e
incaminable, y además abolían las vistas que ahora se abren en abanico hacia la
calle Ferraz y el templo de Debod, en ese cerro ahora casi campestre donde
estuvo hasta el verano de 1936 el cuartel de la Montaña. La reforma hacía
posible la secuencia de un paseo por el
presente y la naturaleza y
además por el tiempo, porque los edificios históricos despliegan ante la mirada
una amplitud de más de dos siglos. Arropado por árboles y plantas silvestres,
el monumento a Cervantes ya no quedaba perdido como en una desolación de
extrarradio. En un ejercicio de la usual brutalidad municipal, el Ayuntamiento
derechista de Madrid impuso un gran espacio vacío y sin árboles que ocupa una
gran parte de la plaza, y que se alquila para ferias y
celebraciones privadas. También
impusieron casi a última hora una bandera gigante y un mástil como de cohete
espacial de Elon Musk, a fin de informar de que Madrid está en España —y no en
Venezuela, supongo—.
No sé si María de Orube puede ver la mancha verde de
la plaza de España desde alguna de las ventanas de su casa. Lo que es
improbable es que pueda seguir mucho tiempo viviendo en ella. Los nuevos
propietarios del edificio, hasta hace poco ocupado por vecinos tan de siempre
como María, lo están reformando para dedicarlo entero al alquiler de pisos turísticos. Por ahora carecen de licencia, y en teoría todos
los alquileres son de temporada. Pero María oye subir y bajar a cada momento
los ascensores, y las voces de gente que llega o sale a deshoras o celebra
fiestas hasta la madrugada, y se habrá acostumbrado a ese ruido ominoso que ya
es uno de los rasgos acústicos de esta época en las ciudades, el de las ruedas
de las maletas que rebotan por las aceras y luego por los corredores de los
edificios invadidos.
En un reportaje sobre ella, acompañado por fotos elocuentes de Álvaro
García, Álvaro Sánchez-Martín cuenta el cruce de trampas legales y simple
negligencia y corrupción con que el Ayuntamiento y la Comunidad están
favoreciendo la codicia de los grandes propietarios y los fondos financieros
para expulsar de sus viviendas a vecinos que pagan con puntualidad su alquiler
y tienen contratos legítimos. Hay una ley de la Comunidad de Madrid llamada
de alquileres de temporada, supuestamente ideada para evitar ocupaciones de
unos días. Pero la ley tiene una trampa, y es que no indica el tiempo mínimo
que se considera temporada, de modo que puede ser lo mismo unos meses que una
semana o un día. Cuando María pidió que repusieran la rampa para su silla de
ruedas, la respuesta de la propiedad fue terminante: “Si no te gusta, te vas”.
La pregunta es adónde. El Ayuntamiento de Madrid
tiene un llamado Plan Reside, cuya finalidad parece ser expulsar a los ya
residentes para que turistas con mucho dinero puedan residir en las viviendas
desalojadas por ellos. María de Orube tiene 82 años espléndidos, con un pelo
blanco luminoso y un cara de gran firmeza ósea, y si se mueve en silla de
ruedas no es por una prematura fragilidad de los años, sino porque en 2006 tuvo
la mala suerte de encontrarse en la Terminal 4 de Barajas el día en que los criminales de ETA pusieron una
bomba, con el gran logro patriótico
de matar a dos trabajadores inmigrantes. Uno supondría que la condición de
víctima del terrorismo le aseguraría al menos una cierta estabilidad, un grado
suficiente de protección en la vida. Pero su indefensión contra el atentado de
hace 20 años es muy parecida a la que sufre contra los buitres inmobiliarios
que quieren despojarla de un derecho casi tan valioso como el de la vida, tan
elemental como el derecho al alimento o la salud, el simple derecho a un
refugio personal y seguro contra la intemperie.
Para los ancianos, los enfermos, los discapacitados,
los niños, las mujeres embarazadas, los pobres, los sintecho, las personas de alma frágil, una ciudad como
Madrid es cada día más inhabitable. Hasta los pájaros y los perros huyen despavoridos del escándalo de los coches y las motos trucadas para irritar
más los oídos. Los repartidores de paquetes o de comidas van de un lado a otro
sin sosiego en la confusión del tráfico, en la prisa despiadada de las aceras.
A las tiendas se les permite mantener a todo volumen la calefacción o el aire
acondicionado y las puertas de par en par, con objeto de favorecer más aún el
despilfarro de energía. María de Orube, que ha vivido siempre en la Gran Vía,
cuando logre salir a la calle no reconocerá nada, como si se viera por error en
un país extranjero o futuro. Hay una extraña capacidad española para borrar
cualquier rastro del pasado inmediato, una vocación no ya de amnesia sino de
cruda lobotomía pública. La Gran Vía que ven los ojos de una persona de su edad
es una especie de zafio shopping mall al aire libre, al aire
contaminado del tráfico, atufado por los olores de comida basura. Sin políticas
serias de vivienda de alquiler social una reforma tan admirable como la de la
plaza de España es un acicate para los propietarios de los edificios próximos y
una nueva posibilidad gratuita de ocio para los privilegiados.
Quien se siente amenazado por la ciudad privatizada e inhóspita, el viejo, el discapacitado, la embarazada, el
que ha de moverse en silla de ruedas y no para de encontrar obstáculos, tienen
el reflejo de salir huyendo, de esconderse en el lugar seguro, en el sagrado de
su casa. Recluida en ella, María de Orube podrá permitirse el recuerdo de una
Gran Vía vecinal y civilizada, con las cafeterías de aire americano, las
marquesinas iluminadas y los carteles gigantes de los cines, la Gran Vía de
aquellas mujeres enlazadas alegremente del brazo que retrató Català-Roca en una foto
memorable de los años cincuenta. Cada
uno tiene derecho a su propia forma de nostalgia, igual que a la atmósfera
particular de su casa, construida a lo largo de los años con detalles que son
como los hilos con que un gusano labra su capullo de seda. Pero a María, igual
que a tantos como ella, ya no le queda ni esa madriguera sin la que no es
posible la vida. En el techo se anuncian las humedades de una piscina ilegal
construida en la última terraza del edificio. Cada llamada de teléfono, cada
ruido en la escalera, en el ascensor, es una amenaza. Más grave que no tener
dónde caerse muerto es no tener dónde caerse vivo.
Antonio Muñoz Molina, «Quién quedará viviendo aquí», El País, 22.11.25

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